Mi padre tenía una referencia exacta, dictada por el corazón,
de lo que quería ser en la vida. En aquella España de los 60, las compañías de
revistas y variedades pululaban a lo largo y ancho de los pueblos de esta
querida piel de toro, entreteniendo
con habilidades de todo tipo, artistas de variopinta solvencia: cantaores
flamencos, guitarristas, cómicos, malabaristas, cantantes etc… Y mi padre,
jovencito al que le entusiasmaba el cante de Valderrama o El Pinto,
quería irse con ellos, cuando las troupes
arribaban por Macotera en parada, fonda y espectáculo. El espíritu de Capucho, el hijo de Inés y Fernando, no
era de este mundo, del mundo del labrantío obediente al amo, como su padre, al
mundo de la yunta de bueyes que adormecían los días en las parvas…en fin ese mundo que con tanta destreza lírica
describe Gabriel y Galán en su frondoso
versiculario campesino y un halo de miseria.
Hay por casa una foto
de mi padre, joven, herrando una mula, con su piel cetrina de gitano oreándole
el rostro, quitándole rigor a la faena, mirando a la cámara de un ignoto y
desconocido fotógrafo. Esa foto no es mi padre, es un trasunto que anuncia una
rebeldía. Y un abandono que toma cuerpo cuando el pueblo se le achica y con una
guapa moza se viene a la ciudad a buscar hormas adecuadas que se ajusten a sus
pies de tipo espabilado por naturaleza, corto de conocimientos y largo de
entendederas.
Hoy en día se les
llama emprendedores y en torno a
ellos se ha creado una ideología un tanto obscena o cuanto menos provocativa
porque recoge, actualiza y envuelve en papel de celofán, una teoría ya sabida y
manejada con desparpajo y desenvoltura por gente como mi padre en aquella
España lubrificada por el inmovilismo, y aún y todo, por la esperanza. Era un
estado efectivo de la universal condición humana: los que se atreven y los que
se acomodan. Puede que les parezca de un reduccionismo simplón, pero, al final,
la conclusión es esa.
Y el Sr. Virgilio era
de los primeros. Con cuatro hijos en sucesivas oleadas, se buscó la vida con
honradez, vigilando que su juventud y madurez dieran tanto de si como la fuerza
de sus músculos de finas hechuras le fuera posible. De una nube de piedras, en
el suelo, mi padre construía un mundo de terciopelo lanar para que la señora,
el señor y el niño pudieran descifrar fácilmente el diabólico laberinto de los
sueños.
Y confiaron en él
porque sus formas y su conducta eran de fiar. Y todo eso lo fue murmurando y
complementando con su propio sueño: cantar flamenco.
Y así, entre cantes y
colchones transcurrió la vida de este hombre que sabía con amplitud de toreo
bueno y de galgos cabales; y que en la última meta volante de sus días se fue
bebiendo sus pasiones sin mesura para finalmente demostrarnos, en la criba de
su devenir vital, que lo que hizo y demostró ahí queda, escrito para los
restos. Y los granos de trigo que pasaron por los pequeños agujeros son los que
yo me guardo en los cajoncitos del corazón. El resto quizá lo avente el
tiempo y la memoria.