Cuando voy por la calle y veo un perro
que lleva muy ufano y pendenciero,
como lleva un cabestro su cencerro,
de la correa tirando a un caballero
la duda entra en mi cetrina mente:
¿quién arrastra a quien, si puede saberse?:
¿el hombre que, agobiado, tira mismamente
o el perro que, loco, ansía donde perderse?.
Es flagelo obsesivo que en mi anida
porque soy ciudadano a la observancia dado
y al sendero sinuoso del mentar sensato.
Pensándolo bien y sin correa servida
soy sensible y me quedo más prendado
del mullido silencioso que da el gato.
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